/ viernes 27 de septiembre de 2024

Adela Fernández, una escritora entre el dolor y la denuncia 

Actualmente hay escritoras de cuentos y novelas de una gran crudeza: la argentina Mariana Enríquez, la ecuatoriana Fernanda Ampuero y la uruguaya Fernanda Trías, son las que tengo ahora más presentes. Pero me faltaba conocer a la mexicana Adela Fernández (1942-2013), hasta que compré un libro coeditado por la UAA y ediciones Laberinto, en 2021. “Vago espinazo de la noche”, colección de diecinueve cuentos, con un Prólogo de Adriana Álvarez Rivera, actualmente jefa del Dpto. de Letras. Presentada como una cuentista indispensable, la crítica más favorable, sitúa a Adela Fernández entre escritoras mexicanas tan notables como Beatriz Espejo, Amparo Dávila y Guadalupe Dueñas. Quizá la obra de Adela Fernández sea la menos conocida, salvo por uno de sus cuentos antologado en varias colecciones. ¿A qué se debe? Estoy de acuerdo con Adriana Álvarez, en cuanto a que es una escritora que causa incomodidad. Es cierto. Sin embargo, creo que debe leerse más de lo que ha sido leída hasta ahora. Sus cuentos no carecen de crudeza, pero su intensidad corre parejas con la profundidad con la que aborda los temas más álgidos. Además de situar la problemática de los personajes en el ámbito familiar y en las etapas de mayor fragilidad: la infancia, la adolescencia y la vejez. La escritora mantiene en la mayor parte de sus cuentos la idea de que las experiencias traumáticas sufridas en la infancia “desencadenan perversiones en la edad adulta”. Retomando la tesis de Fabiola Velázquez, 2020, concordamos en que “la familia se vuelve destructiva, consume a los integrantes, los violenta y los fragmenta”. Pese a este panorama perturbador, existen algunos finales con esperanza y posibilidad de cambio. Los narradores muestran en ocasiones una gran empatía con el personaje niño, que sufre las agresiones y golpes por parte de sus familiares. “Me di cuenta qué pequeño es un niño descalzo, tirado ahí a la mitad del bosque, diciendo que nadie lo quiere en su casa”. Esos momentos de ternura no abundan en los cuentos. Sin embargo, el lector avezado va encontrando que su incomodidad inicial frente a los cuentos se transforma en empatía hacia los más diversos personajes y hacia sus decisiones, así sean incomprensibles y hasta despreciables.

Por otro lado, el tema de la muerte es reiterativo. En “Con los pies en el agua”, es una forma de juego ante el sin sentido. En “Stasho”, el cuento del niño maltratado, el suicidio se plantea como forma de reclamar atención. En “Incineraciones” como un misterio... Y en “Vago espinazo de la noche” como castigo hacia el adulto y como búsqueda del fin del sufrimiento. Esto nos habla de que la muerte es vista desde varias perspectivas, no solamente como una fatalidad. Asimismo, la escritora es bastante crítica respecto a las normas sociales y eclesiásticas para tratar el tema del suicidio.

El último cuento de este libro es “El hallazgo” y relata la historia de un escritor que se consume en el deseo de venganza, porque un amigo suyo plagia sus ideas. Gabriel Garzal, protagonista de esta historia, se hunde en su sufrimiento y, de manera un poco parecida al pintor Abel en “Regresión”, se aleja de su familia para convertirse en un vagabundo. Se dedica a recolectar cualquier objeto que encuentra en la calle y los vende o intercambia, Empero, una historia que podría parecer común adquiere otra fisonomía porque la escritora maneja con mucha creatividad los rasgos del relato fantástico, y los lectores nos enfrentamos a un final inesperado que nos sumerge en la reflexión.

A lo que dice Velázquez: “Los cuentos de Adela Fernández exploran los problemas propios de la condición humana: el dolor, la pobreza, la injusticia vivida, el encierro, la soledad, las aspiraciones, la inconformidad, la desesperación”, podemos agregar, que lo hace con elegancia y honestidad, con una crudeza desgarrada, pero con la confianza de encontrar lectores atentos a las denuncias implícitas que hay en varios de sus textos. Se percibe que escribe con la certeza de que sus textos pueden iluminar oscuros rincones y modos de pensar ancestrales y al mismo tiempo rescatar fuerzas vitales de costumbres indígenas y campesinas, sobre todo femeninas, como en el cuento “No hay que dejar ascender a la muerte”.

En este sentido concuerdo con Álvarez Rivera, cuando afirma que:

“Por esta razón sigue vigente entonces la necesidad de crear espacios para la voz o la escucha de las mujeres. Necesitamos abrir habitaciones propia s en la casa o fuera de ella, urge un nuevo concepto de habitación propia que pueda ser colectiva o dejar de pensar en habitaciones y encierros para imaginar comunidades propias […]”.

Pensando en una habitación propia que pueda ser colectiva, les invito a leer los diecinueve cuentos reunidos en “Vago espinazo de la noche”. Coedición UAA, Laberinto ediciones.



Las opiniones vertidas en este artículo son responsabilidad de quien las emite y no de está casa editorial. Aquí se respeta la libertad de expresión.

Actualmente hay escritoras de cuentos y novelas de una gran crudeza: la argentina Mariana Enríquez, la ecuatoriana Fernanda Ampuero y la uruguaya Fernanda Trías, son las que tengo ahora más presentes. Pero me faltaba conocer a la mexicana Adela Fernández (1942-2013), hasta que compré un libro coeditado por la UAA y ediciones Laberinto, en 2021. “Vago espinazo de la noche”, colección de diecinueve cuentos, con un Prólogo de Adriana Álvarez Rivera, actualmente jefa del Dpto. de Letras. Presentada como una cuentista indispensable, la crítica más favorable, sitúa a Adela Fernández entre escritoras mexicanas tan notables como Beatriz Espejo, Amparo Dávila y Guadalupe Dueñas. Quizá la obra de Adela Fernández sea la menos conocida, salvo por uno de sus cuentos antologado en varias colecciones. ¿A qué se debe? Estoy de acuerdo con Adriana Álvarez, en cuanto a que es una escritora que causa incomodidad. Es cierto. Sin embargo, creo que debe leerse más de lo que ha sido leída hasta ahora. Sus cuentos no carecen de crudeza, pero su intensidad corre parejas con la profundidad con la que aborda los temas más álgidos. Además de situar la problemática de los personajes en el ámbito familiar y en las etapas de mayor fragilidad: la infancia, la adolescencia y la vejez. La escritora mantiene en la mayor parte de sus cuentos la idea de que las experiencias traumáticas sufridas en la infancia “desencadenan perversiones en la edad adulta”. Retomando la tesis de Fabiola Velázquez, 2020, concordamos en que “la familia se vuelve destructiva, consume a los integrantes, los violenta y los fragmenta”. Pese a este panorama perturbador, existen algunos finales con esperanza y posibilidad de cambio. Los narradores muestran en ocasiones una gran empatía con el personaje niño, que sufre las agresiones y golpes por parte de sus familiares. “Me di cuenta qué pequeño es un niño descalzo, tirado ahí a la mitad del bosque, diciendo que nadie lo quiere en su casa”. Esos momentos de ternura no abundan en los cuentos. Sin embargo, el lector avezado va encontrando que su incomodidad inicial frente a los cuentos se transforma en empatía hacia los más diversos personajes y hacia sus decisiones, así sean incomprensibles y hasta despreciables.

Por otro lado, el tema de la muerte es reiterativo. En “Con los pies en el agua”, es una forma de juego ante el sin sentido. En “Stasho”, el cuento del niño maltratado, el suicidio se plantea como forma de reclamar atención. En “Incineraciones” como un misterio... Y en “Vago espinazo de la noche” como castigo hacia el adulto y como búsqueda del fin del sufrimiento. Esto nos habla de que la muerte es vista desde varias perspectivas, no solamente como una fatalidad. Asimismo, la escritora es bastante crítica respecto a las normas sociales y eclesiásticas para tratar el tema del suicidio.

El último cuento de este libro es “El hallazgo” y relata la historia de un escritor que se consume en el deseo de venganza, porque un amigo suyo plagia sus ideas. Gabriel Garzal, protagonista de esta historia, se hunde en su sufrimiento y, de manera un poco parecida al pintor Abel en “Regresión”, se aleja de su familia para convertirse en un vagabundo. Se dedica a recolectar cualquier objeto que encuentra en la calle y los vende o intercambia, Empero, una historia que podría parecer común adquiere otra fisonomía porque la escritora maneja con mucha creatividad los rasgos del relato fantástico, y los lectores nos enfrentamos a un final inesperado que nos sumerge en la reflexión.

A lo que dice Velázquez: “Los cuentos de Adela Fernández exploran los problemas propios de la condición humana: el dolor, la pobreza, la injusticia vivida, el encierro, la soledad, las aspiraciones, la inconformidad, la desesperación”, podemos agregar, que lo hace con elegancia y honestidad, con una crudeza desgarrada, pero con la confianza de encontrar lectores atentos a las denuncias implícitas que hay en varios de sus textos. Se percibe que escribe con la certeza de que sus textos pueden iluminar oscuros rincones y modos de pensar ancestrales y al mismo tiempo rescatar fuerzas vitales de costumbres indígenas y campesinas, sobre todo femeninas, como en el cuento “No hay que dejar ascender a la muerte”.

En este sentido concuerdo con Álvarez Rivera, cuando afirma que:

“Por esta razón sigue vigente entonces la necesidad de crear espacios para la voz o la escucha de las mujeres. Necesitamos abrir habitaciones propia s en la casa o fuera de ella, urge un nuevo concepto de habitación propia que pueda ser colectiva o dejar de pensar en habitaciones y encierros para imaginar comunidades propias […]”.

Pensando en una habitación propia que pueda ser colectiva, les invito a leer los diecinueve cuentos reunidos en “Vago espinazo de la noche”. Coedición UAA, Laberinto ediciones.



Las opiniones vertidas en este artículo son responsabilidad de quien las emite y no de está casa editorial. Aquí se respeta la libertad de expresión.