“Los años felices” no es un librito que incida en la nostalgia. Al contrario. Si las normalistas de esa generación recordamos anécdotas vividas en aquellos años es porque la felicidad nos alcanza para celebrar la dicha de estar vivas y compartir la sensación de plenitud con otros y con otras. Con las compañeras enfermas, por supuesto, y con quienes han sufrido dolorosas pérdidas, para acompañarlas en su pesar y decirles que no todo acaba aquí. Nuestra generación quiere ser un ejemplo de constancia y de unidad, porque tiene una historia que la sostiene. Una historia que se alimenta de situaciones especiales que nos tocaron por suerte. Por ejemplo, la llegada a la Normal, en los años sesenta, del maestro Óscar Malo Flores, quien recién había salido del Seminario Conciliar para definir su camino. Él mismo ha expresado que nuestra generación le abrió la puerta al luminoso espacio femenino, un espacio muy sano en aquel tiempo, en el que las jóvenes estuvimos abiertas a la música, para compartir con el mundo la alegría de vivir. Cantamos, sin dudarlo, que aún no era nuestra edad para amar. (Muy pronto lo sería para muchas, que jóvenes nos casamos y empezamos a criar niños). Era nuestra edad de cantarle a quien quisiera oírnos que Aguascalientes es nuestra tierra querida, que la sirena corre por las orillas del mar, que blanca y radiante va la novia y que le sigue atrás un novio amante; que muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perla, labios de rubí. Luego, llevamos “gallos”. Recuerdo que nuestras madres lloraron cuando las despertamos con “El tema de Lara”. Fuimos a concursar a la ciudad de México, en un diciembre inolvidable, cuando la Alameda Central, con todo su colorido navideño y las emociones de subir al último piso de la torre Latinoamericana, nos hicieron olvidar el mal sabor de boca de haber perdido frente a los tunos de la Universidad de Cuernavaca. Fue en el programa patrocinado por La cigarrera “La moderna”, que se llamaba “Estudiantinas que estudian”. Todo lo vivimos con alegría, con grandes carcajadas. Con profunda emoción también cantamos el villancico “México, ángel y pastor” en Encarnación de Díaz, Jalisco, donde ganamos un primer lugar. Lo cual quizá sea lo de menos, lo más importante era que con cada participación, con cada ensayo, íbamos consolidando un grupo. El grupo normalista que lo mismo participaba en música, que en los campeonatos intramuros de básquet bol, en la cancha de la escuelita Anexa. Y había tarde-noche inaugural de grandes emociones, de organización cronometrada por nuestra querida Cande Mora, de uniformes de estreno patrocinados por el comercio y la industria locales. Noches de gritería en las gradas y de las presencias emocionantes de los preparatorianos, de los posibles novios, de los amiguitos de la mano sudada. El grupo de muchachas normalistas había sido formado por maestros, desde don Alejandro Topete, el profe Edmundo y el profesor Corral, hasta las maestras más significativas: Chela Robles, Esperanza Andrade, Elenita Ponce, Esperanza Ramos, Lupita Serna, la Sra. Briseño, la Sra. Gelos, Anita Ramírez. Las más ancianas: Conchita Maldonado, las más conservadoras: Rafaelita Jiménez, los más literatos, Federico Esparza, la más amable, Anita Molina. Un ramillete de maestros: dos grupos de estudiantes de 40 muchachas cada uno. Eso fue nuestra generación en números, ubicada en un espacio arquitectónico envidiable: el que ocupa actualmente el Museo de la Ciudad, cuyo pórtico de columnas griegas es el marco preferido hasta la fecha para nuestra fotografía en cada aniversario. Sus patios y salones todavía nos resultan entrañables, pero su huerta de moras, higos y chabacanos nos sigue provocando recuerdos.
No puedo soslayar que nuestra generación estuvo marcada también por la tragedia, por el accidente fatal que causó la muerte de una querida compañera y las heridas y hospitalización de otras. Pero aún esa circunstancia nos mantiene unidas, en la versión de una narrativa que privilegie la vida y la gratitud por todos los milagros derivados de este acontecimiento.
Luego, el trabajo empezado a ejercer en plena juventud, casi todas en el medio rural. La prueba de fuego: enseñar a leer a los niños, afrontar éste y otros retos, y encontrar cariño en los trabajos realizados en las comunidades, algunas tan lejanas como la Sierra Tarahumara, y otras en Guanajuato, Querétaro y Chetumal. En el transcurso adquirimos madurez y autonomía. Varias de nosotras salimos de Ags, para ir a estudiar en Normales Superiores, con posibilidad de trabajar en Educación Media. Algunas fuimos a Tepic, otras a Guadalajara, otras a CDMX. A la fecha, la mayoría somos(felizmente) maestras jubiladas. Felizmente, para gozar mejor de nuestras familias, para viajar y dar la vuelta al mundo, o para realizar otras actividades. En mi caso, para seguir mi vocación de escritora. ¡¡¡¡Enhorabuena a todas!!!