Después de un día en Valladolid, pueblo mágico donde empezamos a degustar de la comida yucateca, yo probé una rica sopa de lima, mientras los demás le hacían lo honores a la cochinita y el pollo pibil, llegamos a Mérida, y desde el hotel que nos brindó alojamiento en la calle 62, avanzamos a pie a la catedral de Sn Idelfonso, una de las primeras catedrales construida en América, cuya fachada renacentista, da cuenta del paso de los siglos. Ya adentro, nos enteramos del saqueo de sus altares barrocos, nos impresionaron sus imponentes y austeras columnas, su Cristo de ocho metros de largo. Frente a ese enorme Cristo y frente a la Virgen situada a la derecha, dimos gracias, por haber llegado hasta aquí, después de superar una crisis de salud. Saliendo de este recinto sagrado, caminamos sorteando los obstáculos que implica una Plaza en remodelación y llegamos al Palacio de Gobierno, pintado de verde tierno y donde se exhiben, en su patios y salas, las 27 pinturas murales del pintor Fernando Castro Pacheco, que presentan la historia del pueblo yucateco, a partir de la llegada de los españoles, la evolución del pueblo y cultura yucateca, desde los opresores y también los defensores del indio, como Fray Bartolomé de las Casas. El sacrificio del indio Kanek, el dominio de los hacendados en las fincas henequeneras, la abolición de la esclavitud, hasta la época de la República restaurada en 1865, con Benito Juárez, como los puntos más sobresalientes. los más destacados para el grupo de visitantes que en ese momento incluía a varios de los nietos y nietas, incluso dos pequeños de ocho años, que además de hacer preguntas, pusieron atención incluso al estilo pictórico, un tanto surrealista, pues una especie de humo rojo que simboliza la sangre derramada en las guerras cubría parte de las figuras en los cuadros. Mérida, ciudad blanca, ofrece muchos atractivos al visitante, una cantidad importante de tiendas de ropa ofrecen ropa típica y de moda a precios bastante accesibles. Paseos por la ciudad en carretela y un clima cálido, pero bastante soportable. (Hablo por lo menos de este clima de finales de julio, donde pudimos gozar incluso de una noche de trova al aire libre en la Placita de Santa lucía).
Luego, en un aspecto más festivo y sensorial de la ciudad, saboreamos las nieves de guanábana y mamey, cenamos papadzules en La Chaya Maya, y nos dispusimos a seguir la aventura en Palenque donde queríamos ver la tumba del rey Pakal, y la máscara de la Reina Roja. Abordamos, otra vez, el tren Maya, desde la estación Teya, donde compramos unas libretas para diarios de viaje y platicamos con vecinos de asiento, que compartían con nosotros la emoción de estrenar este medio de transporte.
Cuando llegamos a la zona arqueológica de Palenque nos acompañó un guía nativo del lugar, un hombre joven, preciso en sus explicaciones. “Se encontró al interior de la pirámide con una piedra loza que mide dos m de ancho al interior se tuvo que mover la tapa con cuatro gatos hidráulicos, una pequeña base que portaba cuatro tapones, lo que hace el arqueólogo es colocar cuerdas y vigas de madera donde fue encontrado el cuerpo embalsamado de el rey Pakal con 950 piezas de joyas, portaba una máscara de jade, orejeras, collares, pulseras, 10 anillos, un cubo en una mano y una esfera en la otra, el cubo símbolo de la matemática, la esfera símbolo de la astronomía. Los mayas no fueron guerreros, los mayas fueron científicos, astrónomos, matemáticos, arquitectos y politeístas”. Nosotros hubiéramos querido ver todo esto en el sitio donde estábamos apreciando las pirámides, en un entorno verde lujuriante, donde había árboles gigantescos y quizá milenarios, y donde nos era posible imaginar una ciudad bullente, con una clase social alta compuesta por sacerdotes y astrónomos, otra clase media de artesanos y comerciantes y otra clase baja de servidores. Una ciudad que tenía diversiones rituales relacionadas con el culto a sus dioses, como el juego de pelota, donde los ganadores eran sacrificados.
Los niños se abrazaron de la ceiba y los mayores preguntaban sobre el modo de jugar el juego de pelota, con pelotas de duro caucho que los indios empujaban solamente con las caderas. El guía nos hizo saber que el espacio de pirámides y construcciones que resulta visible en nuestros días es una mínima parte. Y nosotros en este viaje hemos visto muy poco de esa mínima parte, sin embargo, nos quedamos asombrados. Nos han invitado a salir de este espacio bajando por una vereda que tiene más de doscientos escalones. Todos aceptan el reto y se ofrecen a ayudarme a bajar. Lo hago confiada y no me arrepiento. Soy una adulta mayor que aún emprende viajes con la familia joven y sigue aprendiendo.