/ domingo 5 de abril de 2020

El rejoneo en el siglo XVII

La suerte de la lanzada era poco airosa, por lo cual fueron sustituyéndola por otra en que no se esperaba la acometida del toro sino que se iba a su encuentro

Dentro de los inicios en el desarrollo y evolución de la Fiesta de los Toros que, como ya hemos visto, de hecho empezó a caballo, en la obra del historiador Heriberto Lanfranchi, “La Fiesta Brava en México y en España”, se habla así del rejoneo en el siglo XVII.

“La suerte de la lanzada era para muchos caballeros poco airosa, por lo cual fueron sustituyéndola por otra en que no se esperaba la acometida del toro sino que por el contrario se iba a su encuentro. Esta nueva suerte en que se usaba una vara o asta de madera bastante corta, rematada con una puya o un rejoncillo en vez de un hierro puntiagudo, fue conocida de inmediato como suerte del garrochón o rejoneo.

En el rejoneo, el caballero no esperaba al toro sino que se centraba con él e iba a su encuentro provocando la embestida. Encarrerados toro y caballo, el caballero hacia efectuar a su montura el cuarteo requerido para que los pitones del primero no chocaran con el pecho del segundo y clavaba el rejón al tiempo que evitaba el derrote. La suerte era muy parecida a lo que hoy en día practican los modernos rejoneadores en las plazas de toros, pero existía una gran diferencia entre ellas, y es que entonces a los espectadores no les importaba que el rejón no quedara clavado en todo lo alto del morrillo del animal.

Si el caballero fallaba la suerte y el rejón caía al suelo o perdía en el encuentro su sombrero u otra prenda personal o si su caballo resultaba herido o lo que era más grave, rodaba con todo y montura por la arena, debía, tal y como ocurría en la lanzada, levantarse del suelo o apearse prontamente de la cabalgadura para afrontar al toro en un empeño a pie.

Cuando la suerte, por el contrario, se desarrollaba normalmente, una vez clavados varios rejones, el toro era rematado con la espada desde el caballo. Se consideraba lícito que fueran varios los caballeros que le dieran las cuchilladas al toro, pero por lo general, era uno solamente el que se encargaba de dicho menester. Era también normal que intervinieran los lacayos para rematar al agonizante animal. Cuando era un caballero el que se encargaba de matarle, hería a diestra y siniestra, tal y como sucedía en la época de la lanzada, pero tratando de que las cuchilladas cayeran en el cuello y las costillas, y no en los ijares.

Era mal visto que un caballero clavara un rejón en un toro que, sin atacarle, pasaba cerca de él, pues era primordial que tanto el caballo como la res arrancaran el uno hacia el otro para que la suerte se efectuara con todo lucimiento. Si el toro no hacía por el caballo, el caballero debía abstenerse de clavar el rejón, ya que podía errar y clavar en el vacío, cubriéndose de ridículo y siendo vista su acción con mofa y desprecio por los espectadores. Lo que debía hacer era intentar de nueva cuenta la suerte, tratar de enfurecer de nuevo al toro, dejarse perseguir y colocar su garrochón en el testuz del animal para que en él soltara el derrote. En caso de acudir a un quite, si le estaba permitido al caballero entrarle al toro por la cola y clavarle el rejón en las ancas para llamar su atención.

El toro que no quería pelea o que se aquerenciaba en tablas, imposibilitando toda suerte, era abandonado para que los lacayos acabaran en el acto con él. Muerto el animal y, como ya era costumbre en la época de la lanzada, su cadáver era retirado de la plaza en una carreta destinada a ese efecto o bien y como se sigue haciendo en la actualidad era enganchado a un tiro de mulas o caballos que velozmente le retiraba de la vista de los espectadores, los lacayos despejaban, limpiaban la arena y todo quedaba listo para que hiciera su aparición un nuevo toro”. En nuestra siguiente entrega estaremos abordando el tema referente al toreo a pie durante los siglos XVI y XVII.

EL DATO...

Era mal visto que un caballero clavara un rejón en un toro que, sin atacarle, pasaba cerca de él, pues era primordial que tanto el caballo como la res arrancaran el uno hacia el otro para que la suerte fuera lucida.


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“La suerte de la lanzada era para muchos caballeros poco airosa, por lo cual fueron sustituyéndola por otra en que no se esperaba la acometida del toro sino que por el contrario se iba a su encuentro. Esta nueva suerte en que se usaba una vara o asta de madera bastante corta, rematada con una puya o un rejoncillo en vez de un hierro puntiagudo, fue conocida de inmediato como suerte del garrochón o rejoneo.

En el rejoneo, el caballero no esperaba al toro sino que se centraba con él e iba a su encuentro provocando la embestida. Encarrerados toro y caballo, el caballero hacia efectuar a su montura el cuarteo requerido para que los pitones del primero no chocaran con el pecho del segundo y clavaba el rejón al tiempo que evitaba el derrote. La suerte era muy parecida a lo que hoy en día practican los modernos rejoneadores en las plazas de toros, pero existía una gran diferencia entre ellas, y es que entonces a los espectadores no les importaba que el rejón no quedara clavado en todo lo alto del morrillo del animal.

Si el caballero fallaba la suerte y el rejón caía al suelo o perdía en el encuentro su sombrero u otra prenda personal o si su caballo resultaba herido o lo que era más grave, rodaba con todo y montura por la arena, debía, tal y como ocurría en la lanzada, levantarse del suelo o apearse prontamente de la cabalgadura para afrontar al toro en un empeño a pie.

Cuando la suerte, por el contrario, se desarrollaba normalmente, una vez clavados varios rejones, el toro era rematado con la espada desde el caballo. Se consideraba lícito que fueran varios los caballeros que le dieran las cuchilladas al toro, pero por lo general, era uno solamente el que se encargaba de dicho menester. Era también normal que intervinieran los lacayos para rematar al agonizante animal. Cuando era un caballero el que se encargaba de matarle, hería a diestra y siniestra, tal y como sucedía en la época de la lanzada, pero tratando de que las cuchilladas cayeran en el cuello y las costillas, y no en los ijares.

Era mal visto que un caballero clavara un rejón en un toro que, sin atacarle, pasaba cerca de él, pues era primordial que tanto el caballo como la res arrancaran el uno hacia el otro para que la suerte se efectuara con todo lucimiento. Si el toro no hacía por el caballo, el caballero debía abstenerse de clavar el rejón, ya que podía errar y clavar en el vacío, cubriéndose de ridículo y siendo vista su acción con mofa y desprecio por los espectadores. Lo que debía hacer era intentar de nueva cuenta la suerte, tratar de enfurecer de nuevo al toro, dejarse perseguir y colocar su garrochón en el testuz del animal para que en él soltara el derrote. En caso de acudir a un quite, si le estaba permitido al caballero entrarle al toro por la cola y clavarle el rejón en las ancas para llamar su atención.

El toro que no quería pelea o que se aquerenciaba en tablas, imposibilitando toda suerte, era abandonado para que los lacayos acabaran en el acto con él. Muerto el animal y, como ya era costumbre en la época de la lanzada, su cadáver era retirado de la plaza en una carreta destinada a ese efecto o bien y como se sigue haciendo en la actualidad era enganchado a un tiro de mulas o caballos que velozmente le retiraba de la vista de los espectadores, los lacayos despejaban, limpiaban la arena y todo quedaba listo para que hiciera su aparición un nuevo toro”. En nuestra siguiente entrega estaremos abordando el tema referente al toreo a pie durante los siglos XVI y XVII.

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Era mal visto que un caballero clavara un rejón en un toro que, sin atacarle, pasaba cerca de él, pues era primordial que tanto el caballo como la res arrancaran el uno hacia el otro para que la suerte fuera lucida.


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