Sobre el toreo a pie durante los siglos XVI y XVII, la “Fiesta Brava en México y en España”, obra del historiador Heriberto Lanfranchi, indica que
“paralelamente a los festejos taurinos en que participaba la nobleza, fueron surgiendo en el siglo XVII unos festejos mucho mas informales, verdaderas capeas pueblerinas en las que intervenía sólo gente del pueblo”.
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En estos festejos -continúa la narrativa-
“el toreo a pie era la regla, ya que los participantes no poseían por lo general ni caballos ni monturas. Además, los espectadores, hombres y mujeres, en un ambiente de gran desorden y confusión, tomaban parte activa en el espectáculo y trataban de herir desde los tablados a los toros. Los venablos y las viras volaban en todas direcciones, alcanzaban al toro en su carrera, lo cual era muy peligroso para todo mundo, sobre todo para los que se enfrentaban directamente a las reses.
No se sabe a ciencia cierta las suertes que en estos festejos se hacían, pero es seguro que los improvisados lidiadores burlarían las furiosas embestidas con sus capas o sombreros, mientras hundirían cuchillos y puñales en los ijares de los toros hasta darles muerte. Además, cada lidiador inventaría nuevas suertes o bien adaptaría las que veía en los cosos caballerescos.
Así, ya desde el siglo XVII fue usual hacer a pie una suerte parecida a la que se practicaba sobre el caballo en el rejoneo y que ahora conocemos como banderillear. Utilizaban primeramente una sola vara adornada con papel picado y banderitas, con un arpón en la punta y que en un principio se arrojaba al toro sin importar el lugar en que quedara clavada. Después, se hizo costumbre colocarla en el cuello o en el morrillo del animal, pasando la mano entre los cuernos. Finalmente, la dificultad fue aumentada en los inicios del siglo XVIII y no fue ya solamente un palo sino dos, uno en cada mano, los que se utilizaron para efectuar la suerte.
Parecida en su ejecución, había otra suerte que ha desaparecido completamente de los ruedos, la de parchear. Consistía en colocar en el testuz del toro o en su proximidad, unos pedazos de tela untados por un lado de brea, cola u otro material adherente, y adornados por el otro con cintas de colores. El torero a pie se dirigía al toro y cuando éste derrotaba, aprovechaba el momento para poner el parche. Por lo general eran más de uno los que se pegaban y trataban de formar algún dibujo caprichoso. De la misma manera, era bien visto poner un parche en cada ojo del toro para aprovechar su momentánea ceguera y hundirle un cuchillo en el corazón.
A partir del siglo XVI, aunque las noticias precisas son escasas, se sabe que intervenían en la lidia algunos perros de presa, es decir, perros que atacaban al toro y se le colgaban como arracadas del morro, las orejas o la papada del cuello. La lucha era feroz, manteniéndose los perros en su posición o volando por los aires cuando el toro, defendiéndose violentamente, agitaba la cabeza en todas direcciones. En el siglo XVII, sobre todo en los festejos populares, eran muy apreciadas estas luchas, contemplándolas con gran interés los espectadores hasta el final, es decir, hasta que el toro se cansaba de tan estéril pelea y era acuchillado por los improvisados toreros.
Otra suerte muy en boga entonces era la de mancornar, en la que un fornido lidiador sujetaba al toro por los cuernos, le torcía bruscamente la cabeza para derribarle estrepitosamente al suelo y aprovechaba la inmovilidad del bruto para degollarle.
Como se ve, todas estas suertes eran brutales, poco vistosas, pero emocionaban al máximo a aquellos espectadores de sensibilidad tan distinta a la nuestra. El espectáculo taurino era cruel y sangriento, no siendo extraño sin embargo que así fuera, ya que era el reflejo de aquella oprimida gente del pueblo que cuando no sucumbía a los horrores de la guerra, sufría miserias sin fin.
Y ya que hablamos del pueblo y de su intervención en las corridas de toros, no podemos pasar por alto lo que pasaba en México con la población indígena. Aunque no podía ser esclavizada, de hecho sí, lo era y tenía que trabajar de sol a sol en el campo, el taller o la mina, quedándole poco tiempo y, ganas, para asistir o intervenir en espectáculos festivos. No todos los habitantes de la Nueva España podían divertirse y menos aún el sector indígena que vivía en condiciones muy precarias, sobre todo en los siglos XVI y XVII. Además, la población indígena no podía poseer caballos y tenía prohibido aprender a montarse en ellos, lo cual lo eliminaba de los cosos caballerescos donde el toreo ecuestre era el único aceptado por la nobleza.
Su intervención en los festejos taurinos era pedestre, ya fuera ayudando a sus nobles amos, ya fuera en las fiestas populares que cada barrio organizaba para festejar a su santo patrono. Como en dichas fiestas el toreo a pie era la regla, no participando en ellas los caballeros, la población indígena de aquella Nueva España tenía más libertad para enfrentarse a los toros, hacer con ellos suertes novedosas que adaptarían de las que ya eran usuales en el campo y las cuales habían de transformarse y convertirse con el tiempo en el actual jaripeo. Lazar al toro, montarse en él, aprovechar la improvisada montura para arrojar a otro toro unos dardos o darle una cuchillada, eran suertes comunes que en España recibieron el nombre de toreo americano, para diferenciarlo del toreo habitual de la nobleza.
Por último, es bueno recordar que los capeadores nombrados en varios procesos de la inquisición, no eran toreros que les hicieran suertes con la capa a los toros sino vulgares ladrones especializados en el hurto de las capas de los transeúntes”.
En nuestra siguiente entrega estaremos tocando el tema sobre el toreo en la primera mitad del siglo XVIII.
DATO
Los improvisados lidiadores burlarían las furiosas embestidas con sus capas o sombreros, mientras hundirían cuchillos y puñales en los ijares de los toros.