Cada 5 de enero por la noche, muchos niños (y algunos no tan niños), se irán a dormir con la ilusión de que, al despertar, en el zapato que habrá dejado bajo el árbol de Navidad, aparecerá una sorpresa.
Esto se debe a que esperan con ansias, la llegada de Melchor, Gaspar y Baltazar, los tres Reyes Magos, que emprendieron el viaje desde Oriente, para llegar hasta Belén para adorar al Niño Jesús.
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La historia cuenta que los tres monarcas, al saber del Niño que nacería para traer redención al mundo, decidieron presentarse ante él, para honrarle. Es por eso que, como regalos para el recién nacido, llevaron en sus manos oro, como ofrenda para el niño que era Rey; incienso, porque era nacido de la divinidad; y mirra, porque, en su condición de hombre, moriría, y esta resina era usada para ungir a los difuntos en aquel tiempo.
No obstante, se dice que no eran sólo tres, sino cuatro los reyes que desde Oriente, decidieron peregrinar a Belén.
Artabán era el cuarto monarca, que habitaba en el Monte Ushita, y se reuniría con Melchor, Gaspar y Baltazar, pare iniciar juntos el camino. Sin embargo, en su trayecto, fue movido a compasión al ver a tantas personas necesitadas.
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Enfermos y pobres recibieron de sus manos, los regalos que él había preparado para el Niño Jesús, con la intención de aminorar sus necesidades.
Luego de unos días de travesía, al llegar al lugar acordado con los tres reyes, se dio cuenta que ya se habían ido, por lo que continúo el camino por su cuenta; pero, cuando por fin llegó a Belén, José y María ya había partido con el Niño hacia Egipto, con la intención de proteger a Jesús de los planes de Herodes.
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Su corazón lo llevo a seguir buscando a Jesús por muchos años más, hasta que se volvió viejo; y en sus últimos momentos de vida, fue consolado por Dios, quien le otorgó como recompensa a su noble corazón, el Cielo.
Si bien, esta historia no cuenta con un sustento en los pasajes bíblicos, sí es un ejemplo de que, quienes desean adorar a Dios, pueden hacerlo a través del servicio al prójimo.
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