A diferencia de otros rituales de Navidad, reunirse en familia a disfrutar del recalentado no tiene un origen definido, como la celebración de las posadas o la colocación del Nacimiento, pues se trata de una costumbre que al interior de los hogares se lleva a cabo como parte de la rutina de la época.
No obstante, si hubiera algún responsable, seguramente serían las bisabuelas, las abuelas, las madres y las tías, quienes hacían posible la abundancia sobre la mesa, sin importar lo poco que tenían; pues era casi un delito que el nieto o el hijo se quedara con “un huequito” en la panza.
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Como una verdadera providencia del Cielo, semejando el milagro de la multiplicación de los panes y los peces en el pasaje bíblico, al siguiente día de la cena de Nochebuena, los tamales en la vaporera parecen no tener fin, dejando satisfecho nuevamente a todo el ejército familiar; y lo mismo pasa con el mole de olla, la birria, el pavo, los romeritos, la pierna, la ensalada, el espagueti, el lomo, los buñuelos y el ponche.
Y es que, pese a que en la mañana del 25 de diciembre se consumen exactamente los mismos platillos de la víspera de Navidad, sabe distinto y se disfruta mucho más.
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Tal vez sea el sentarse a la mesa sin prisa, recordar las anécdotas de la noche anterior o la presencia de quienes no pudieron estar en la cena de Nochebuena, sean los ingredientes que hacen que el recalentado tenga un sabor especial; aunque los aguafiestas dirán que todo se debe a que el reposo de todos los alimentos, ya macerados, y someterlos al calor nuevamente es lo que les da mayor sabor.
A fin de cuentas, sea cual sea la razón, reunirse con los seres queridos para compartir los alimentos, es una de las mayores fortunas que cualquier ser humano pueda tener.
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