/ domingo 26 de noviembre de 2017

Una remembranza de la conversación con el asesino serial Goyo Cárdenas

Años después retoma la historia de aquel momento de la entrevista

Yo  sentí miedo. Nervios. Ñáñaras.  Pero mi jefe Carlos Samayoa Lizárraga, me lo ordenó y yo obedecí.  Visitar en Lecumberri al tristemente célebre estrangulador de novias: Goyo Cárdenas.  Me  acuerdo que esa mañana, mi mamá me dio un tamalito recalentado y un café negro con azúcar, porque tenía que llegar a las siete en punto al llamado Palacio Negro, algo así como el lado oscuro de la fuerza.  Y pues sí. Era mi primera visita, y tuve que pasar por la clásica revisión antidrogas que se acostumbra en los penales, a pesar de la credencial de Alarma que portaba a manera de estandarte.

De  esta manera y libre de toda sospecha, un  joven oficial me fue conduciendo poco a poco a mi destino: La Crujía “N”.  Por lo que sonriente y hasta un tanto divertido,  el policía me advirtió:  “No permita que Goyito, le cierre la puerta, ¿eh güerita?  ¡Pues no vaya a ser que se acuerde de sus buenos tiempos, Je, je”.  Y a mí, maldita la gracia que me hizo el comentario. Pero bueno, llegué. Atravesé todo aquel desagradable laberinto  compuesto por angostos y grises patios y pasillos de cemento. Y entre más me alejaba de la puerta, mientras se abrían y se cerraban docenas de candados y cadenas de tan dantesco espectáculo matutino, experimentaba esa ansiedad tan característica de los claustrofóbicos junto con el inevitable temblor de piernas y del real, pero muy real miedo a lo desconocido,  a pesar de que aquel guardia, perfectamente armado y dotado de tan enigmática sonrisita, no me dejó nunca abandonada a mi suerte.

Y bueno, debo decir que ¡vaya sorpresa!.  En vez de un personaje con ojos rojos y endemoniado, como los que imagina la Rowlling en Harry Potter;  pues no. Me encontré con todo lo contrario. Un individuo un poco pasado en kilos. Oscuro de ojos y de cabellera, como de 1.50, limpio, rasurado y sin ningún otra característica en su aspecto. “Buenos días señor Cárdenas —lo saludé­­—. Soy reportera de la Revista Alarma. Me envía el maestro Samayoa Lizárraga”, aclaré como para protegerme. Con amabilidad Goyo Cárdenas me respondió:  ¿Madrugando seño? Mientras le daba los últimos toques de limpieza a su celda con escoba y recogedor. Luego de un largo suspiro, dejó por un lado sus utensilios para agregar muy pacífico: 

“Pues sí señorita, y se lo digo muy en serio. Muchísimas gracias por venir. La verdad, yo escribí una carta suplicante al señor Carlos Samayoa Lizárraga.  Y ahorita mismo le voy a platicar los motivos..". Sin entender exactamente por qué, me empecé a sentir más relajada. Aquel individuo a pesar de sus terribles antecedentes, no aparentaba la criminalidad descrita por meses en los diarios; y menos la correspondiente a un estrangulador de mujeres.  A las que luego de intimar sexualmente, las mataba y enterraba en el propio jardín de su casa. Por otra parte, en materia de modales, podría opinarse que Goyo tampoco resultaba común. Se expresaba clara y correctamente. En tanto dejaba entrever que en su celda abundaban los buenos libros y los discos de acetato, compañeros seguramente muy aconsejables, para un encierro transcurrido ya, de más de 20 años.

¿Y qué fue exactamente lo que usted le explicó en su carta?  Me atreví por fin a preguntarle. “Pues que se ha cometido una gran injusticia conmigo. Porque en el momento de mi detención, yo estaba dividido en dos personas. Y al que metieron preso fue al inocente. Al sano, al que no tiene la culpa de nada y al que tiene una conducta intachable.

“Mire señorita, trataré de explicarme mejor –me dijo aquel veracruzano clavándome fijamente la mirada–. Yo contraje matrimonio con una excelente mujer y tengo varios hijos. Me casé aquí en la cárcel. Yo no soy un asesino. El que cometió aquellos crímenes, era la parte enferma de mí.  Por esta razón me puse a estudiar la carrera de abogado, para enfrentar mi propia defensa.  Y mire usted. Créame. Yo soy muy creyente. Amo a Dios por sobre todas las cosas. Y le pido con todo mi corazón que me perdone. Pero no a mí, insisto. No  a  mí señorita. No a este hombre que tiene ante sus ojos. Sino al otro. Al asesino. Al criminal que por su enfermedad mental jamás se percató de lo que hacía. Y por esto mismo tengo mucha fe señorita. Y lo aseguro porque soy un hombre de convicciones. Dios sabe que no miento y por eso tengo que salir libre. Además me estoy tratando psicológicamente. Procuro observar muy buena conducta y ya falta poco para que las autoridades me permitan abrir una apelación de mi caso. También poseo un informe muy detallado de  mi  anterior estado  de  salud, y del que tengo ahora. Pero yo sigo con fe. Con muchísima fe, insisto, porque quiero vivir normalmente. Abrazar a mi esposa y a mis hijos, con paz y amor. Le juro que digo la verdad. Soy un gran pecador. Un pobre paria. Pero le juro que estoy diciendo la verdad”.

Así que, respiré profundamente. Entonces no tenía el desarrollo humano que algunas veces se logra con los años.  Y ya para entonces ­—cuando se abrieron las puertas de la Crujía "N"..., el reloj había avanzado más de dos horas. Y mi delgada figura sostenida por zapatos de tacón alto, salió de ahí tambaleándose. Estaba confundida. Las lágrimas de aquel preso me habían mojado de alguna manera el alma. No obstante recuerdo que cuando llegué a la redacción mandé la verdad por delante. No me coloqué ni a favor ni en contra de aquel reo

desesperado. De aquel –indudablemente asesino confeso—, Yo solamente narré la verdad. Eso fue todo.  Y la verdad —decía siempre mi madre—, es buena para todo.  Se asienta en la historia. En el alma humana. En las escrituras espirituales de Dios, de Goyo, de usted, de mí, de ellos, de nosotros.

Tomado del libro ¡¡¡Ahí está la nota!!! de Ana María Longi (por publicar)

Yo  sentí miedo. Nervios. Ñáñaras.  Pero mi jefe Carlos Samayoa Lizárraga, me lo ordenó y yo obedecí.  Visitar en Lecumberri al tristemente célebre estrangulador de novias: Goyo Cárdenas.  Me  acuerdo que esa mañana, mi mamá me dio un tamalito recalentado y un café negro con azúcar, porque tenía que llegar a las siete en punto al llamado Palacio Negro, algo así como el lado oscuro de la fuerza.  Y pues sí. Era mi primera visita, y tuve que pasar por la clásica revisión antidrogas que se acostumbra en los penales, a pesar de la credencial de Alarma que portaba a manera de estandarte.

De  esta manera y libre de toda sospecha, un  joven oficial me fue conduciendo poco a poco a mi destino: La Crujía “N”.  Por lo que sonriente y hasta un tanto divertido,  el policía me advirtió:  “No permita que Goyito, le cierre la puerta, ¿eh güerita?  ¡Pues no vaya a ser que se acuerde de sus buenos tiempos, Je, je”.  Y a mí, maldita la gracia que me hizo el comentario. Pero bueno, llegué. Atravesé todo aquel desagradable laberinto  compuesto por angostos y grises patios y pasillos de cemento. Y entre más me alejaba de la puerta, mientras se abrían y se cerraban docenas de candados y cadenas de tan dantesco espectáculo matutino, experimentaba esa ansiedad tan característica de los claustrofóbicos junto con el inevitable temblor de piernas y del real, pero muy real miedo a lo desconocido,  a pesar de que aquel guardia, perfectamente armado y dotado de tan enigmática sonrisita, no me dejó nunca abandonada a mi suerte.

Y bueno, debo decir que ¡vaya sorpresa!.  En vez de un personaje con ojos rojos y endemoniado, como los que imagina la Rowlling en Harry Potter;  pues no. Me encontré con todo lo contrario. Un individuo un poco pasado en kilos. Oscuro de ojos y de cabellera, como de 1.50, limpio, rasurado y sin ningún otra característica en su aspecto. “Buenos días señor Cárdenas —lo saludé­­—. Soy reportera de la Revista Alarma. Me envía el maestro Samayoa Lizárraga”, aclaré como para protegerme. Con amabilidad Goyo Cárdenas me respondió:  ¿Madrugando seño? Mientras le daba los últimos toques de limpieza a su celda con escoba y recogedor. Luego de un largo suspiro, dejó por un lado sus utensilios para agregar muy pacífico: 

“Pues sí señorita, y se lo digo muy en serio. Muchísimas gracias por venir. La verdad, yo escribí una carta suplicante al señor Carlos Samayoa Lizárraga.  Y ahorita mismo le voy a platicar los motivos..". Sin entender exactamente por qué, me empecé a sentir más relajada. Aquel individuo a pesar de sus terribles antecedentes, no aparentaba la criminalidad descrita por meses en los diarios; y menos la correspondiente a un estrangulador de mujeres.  A las que luego de intimar sexualmente, las mataba y enterraba en el propio jardín de su casa. Por otra parte, en materia de modales, podría opinarse que Goyo tampoco resultaba común. Se expresaba clara y correctamente. En tanto dejaba entrever que en su celda abundaban los buenos libros y los discos de acetato, compañeros seguramente muy aconsejables, para un encierro transcurrido ya, de más de 20 años.

¿Y qué fue exactamente lo que usted le explicó en su carta?  Me atreví por fin a preguntarle. “Pues que se ha cometido una gran injusticia conmigo. Porque en el momento de mi detención, yo estaba dividido en dos personas. Y al que metieron preso fue al inocente. Al sano, al que no tiene la culpa de nada y al que tiene una conducta intachable.

“Mire señorita, trataré de explicarme mejor –me dijo aquel veracruzano clavándome fijamente la mirada–. Yo contraje matrimonio con una excelente mujer y tengo varios hijos. Me casé aquí en la cárcel. Yo no soy un asesino. El que cometió aquellos crímenes, era la parte enferma de mí.  Por esta razón me puse a estudiar la carrera de abogado, para enfrentar mi propia defensa.  Y mire usted. Créame. Yo soy muy creyente. Amo a Dios por sobre todas las cosas. Y le pido con todo mi corazón que me perdone. Pero no a mí, insisto. No  a  mí señorita. No a este hombre que tiene ante sus ojos. Sino al otro. Al asesino. Al criminal que por su enfermedad mental jamás se percató de lo que hacía. Y por esto mismo tengo mucha fe señorita. Y lo aseguro porque soy un hombre de convicciones. Dios sabe que no miento y por eso tengo que salir libre. Además me estoy tratando psicológicamente. Procuro observar muy buena conducta y ya falta poco para que las autoridades me permitan abrir una apelación de mi caso. También poseo un informe muy detallado de  mi  anterior estado  de  salud, y del que tengo ahora. Pero yo sigo con fe. Con muchísima fe, insisto, porque quiero vivir normalmente. Abrazar a mi esposa y a mis hijos, con paz y amor. Le juro que digo la verdad. Soy un gran pecador. Un pobre paria. Pero le juro que estoy diciendo la verdad”.

Así que, respiré profundamente. Entonces no tenía el desarrollo humano que algunas veces se logra con los años.  Y ya para entonces ­—cuando se abrieron las puertas de la Crujía "N"..., el reloj había avanzado más de dos horas. Y mi delgada figura sostenida por zapatos de tacón alto, salió de ahí tambaleándose. Estaba confundida. Las lágrimas de aquel preso me habían mojado de alguna manera el alma. No obstante recuerdo que cuando llegué a la redacción mandé la verdad por delante. No me coloqué ni a favor ni en contra de aquel reo

desesperado. De aquel –indudablemente asesino confeso—, Yo solamente narré la verdad. Eso fue todo.  Y la verdad —decía siempre mi madre—, es buena para todo.  Se asienta en la historia. En el alma humana. En las escrituras espirituales de Dios, de Goyo, de usted, de mí, de ellos, de nosotros.

Tomado del libro ¡¡¡Ahí está la nota!!! de Ana María Longi (por publicar)

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